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EL CRÍTICO



CAPÍTULO 4:
TENEMOS QUE HABLAR DE ÁLVARO

La fachada de la casa de Tilda Swinton estaba manchada de pintura roja. La fachada de la mía de claras y yemas de huevos estrellados con fuerza y rabia.

Álvaro se ha quedado paralizado, mirándome con temor. O eso creo. Nadie acostumbra a mirarme así, de modo que no estoy seguro. Sea cual sea ese sentimiento, lo que está claro es que lo ha descubierto hace poco, que lo refleja sin saber dominarlo; se nota demasiado que hay algo en él que no va bien.  

El día que lo pillé en la habitación de Lara, apenas pude fijarme. Dio unos pasos hacia la ventana y escapó.

Hoy soy consciente, incluso bajo la oscuridad de la noche, de su aspecto desaliñado. No parece ser nada nuevo. Su ropa está arrugada, como si se hubiese tumbado tal cual durante largo tiempo. Creo que ya llevaba esa camiseta roja aquel día. Su piel es más pálida aún a la luz de las farolas, tiene los ojos hundidos y apenas unos pelitos mal afeitados a modo de perilla. Su melena oscura y entrelarga tapa parte de su frente y sus orejas.

Álvaro está triste. Pero no es una tristeza superficial y caprichosa como la que corresponde a su edad. Es algo más grave. «¿A quién le importa?». Él se lo ha buscado. Él es Kevin.

   —Lárgate. —increpo.
   —Yo… yo no he sido. —declara, con un leve tono de voz.
   —Vete, vamos.
   —Unos gilipollas del barrio… que van a nuestro instituto, han llegado y…
   —No estás en condiciones de juzgar a nadie.

Hace un par de semanas los periódicos locales se hacían eco de la noticia de la temporada: Menor agredida sexualmente por su compañero de instituto. Esa menor está en la clase de Lara, y ese compañero, el agresor, en la entrada de mi casa con olor a huevo. Mi hija ha sido su novia, o su rollo, o como les llamen ahora a las relaciones.

No soy un buen padre, ya hablé sobre ello, pero incluso detrás de mi discapacidad parental he recabado toda la información posible sobre el suceso para conocer los detalles y, así, intentar entender a lo que Lara se enfrenta. Necesito protegerla, o, al menos, tener la sensación de que puedo hacerlo. De modo que, conozco las diversas versiones de lo ocurrido. La chica se llama Sonia; aunque en el periódico la identifiquen por su inicial, he escuchado a Lara hablar de ella. Con sus amigas, no conmigo, claro. Sonia denunció la agresión a la policía aquella misma madrugada. Fue durante una fiesta organizada por el instituto. No pudo presentar ninguna prueba física, pero sí psicológica, otorgada por un grave cuadro de ansiedad. En su declaración, Álvaro aseguró no recordar nada. Algunos testigos coincidieron al resaltar su alto grado de embriaguez. El tema del alcohol llevó a investigar a los profesores encargados aquella noche, que aseguraron haber controlado las botellas. Luego varios alumnos confesaron que colaron las bebidas de extranjis. Alguien relacionó a Álvaro con Lara, los describió discutiendo en la puerta minutos antes de la agresión, y la llamaron a declarar, aunque no tenía mucho que decir: había vuelto a casa antes de que ocurriera todo. El Instituto se lavó la cara y las manos expulsando a Álvaro. Y ahora Álvaro es Kevin.

   —Déjeme acabar. —dice, con la cabeza gacha.

Se inclina sobre el cubo, moja el cepillo en el agua y continúa frotando una de las manchas de huevo.

   —Si hubieses olvidado a mi hija, ahora mismo estarías limpiando la mierda de tu propia casa.
   —¡¿Y cree que no lo hago?! —Se vuelve a mí con la voz quebrada—. ¡Cada día, joder! Si la suya está así, imagínese la mía. Y el coche de mi padre. Y el de mi madre. No tiran sólo huevos. Hoy he dejado el suelo de mi habitación lleno de cristales de la ventana en cuanto me ha llamado Lara.

Y ahora Álvaro parece Tilda Swinton en el papel de la madre de Kevin.

Hacía tiempo que una noticia no me impactaba tanto como la suya; y en el momento en que la vi, hacía tiempo que una película no me impactaba tanto como Tenemos que hablar de Kevin. La deconstrucción temporal del relato jugaba continuamente con un clímax que, a pesar de los tiempos que corren, no se hacía evidente hasta bien avanzado el film, cuando no te sentías defraudado. El puzle de tensión recorría las facetas interpretativas de una Tilda Swinton tan atormentada como sólo ella y su rostro podían plasmar; un mosaico de proeza actoral. La identificación con el espectador estaba tan bien lograda como el peculiar tono de rojo que aparecía constante como la seña de identidad del peligro. Así como Robin Hood en los cuentos que tanto gustaban a Kevin, la directora escocesa Lynne Ramsay acierta en la diana de este psicodrama familiar. Un argumento que se libra de caer en un soso telefilm siestero gracias a las metáforas visuales de su fotografía, el ritmo alterado de la narración, y las cuestiones más políticamente incorrectas que una madre pueda llegar a hacer.

De la misma forma en la que los personajes siembran y recogen a través de flashbacks llenos de remordimientos, Álvaro comienza a llorar. Frota las manchas con fuerza para que la fricción de las celdas del cepillo contra la pared tape sus gemidos y la manera en la que absorbe sus mocos. Ya no parece tan Kevin.
Miro hacia arriba, a la ventana de la habitación de Lara por la que nuestro antagonista saltó días antes. Aunque la luz esté apagada, sé que nos está escuchando.

Me dirijo hacia la puerta de entrada. Las delgadas facciones del chico resaltan más bajo sus lágrimas.

   —Ya no está contigo —susurro—, no te acerques más a ella. Deja de hacerle daño.

Me sostiene la mirada por primera vez, y dice:

   —Sólo intento evitar que ellos se lo hagan.

Y sigue frotando.

Escrito por Fran Bailén.